Que no fue concebida en un momento
de plenitud gozosa, como una sinfonía
o un poema de amor alejandrino,
lo supo en los pechos de su madre
que sólo daban lágrimas y sangre.
El semen fue vertido al cáliz de la vida
en un día de plomo,
que anunciaba el final de la esperanza.
A ciegas, amor y destrucción se dieron cita.
Tronaban los cañones, cada vez más cercanos,
estremeciendo en lo hondo los huesos de la tierra,
imponiendo su ritmo a la amorosa entrega.
La muerte, blanco hueso, emergía del humo
a comprobar, avara, la abundante cosecha
de cuerpos destrozados, con los sueños intactos,
que la nieve cubría como un plural sudario.
Su niñez fue una boa de seis cuerpos azules.
Puliéndose el colmillo con navaja de nácar,
llegaban en el coche de pasear
al elegido para muerto urgente.
Los bárbaros violaron el dulce territorio
de la infancia con imágenes crudas,
no aptas para menores.
A punta de pistola le robaron la risa.
La juventud la regaló ella misma;
era lo único hermoso que tenía
para hacer sonreír a un hombre triste.
Él la besó sin prisa,
extrajo del bolsillo una sortija,
una cinta amarilla para el pelo,
un brebaje anisado de su boca,
y una salamandra amaestrada.
Antes de regresar a su camino
-con pies de lana para no hacer ruido-,
le dio tres poderosos talismanes
que vencieron al imán de la parca.
La mujer, que recuerdo como un triste epitafio,
no era una sinfonía ni un poema.
Fue sólo una herramienta de trabajo;
pan en la mesa, libros, y zapatos,
montañas de zapatos, más ternura.
De su cuerpo salvaje quedó apenas
un pequeño puñado de cenizas:
las llamas del amor lo calcinaron.